jueves, 28 de julio de 2016

Casus Belli

   
-. Dicen que en el Sahara hay más granos de arena que estrellas en el universo. Eso da qué pensar, ¿no cree, fraülein Kirsch?
    Anna no prestaba mucha atención. El paisaje egipcio ejerce un efecto hipnótico en aquellos que lo ven por primera vez, pero el doctor estaba siendo tan solícito y amable que asintió distraída y le dedicó una tímida sonrisa.
    El viaje desde Alejandría en uno de aquellos modernos carros motorizados importados de Europa, primero río arriba en un vapor de pasajeros y luego por una carretera infernal sin asfaltar, la había dejado agotada. Su anfitrión, por el contrario, parecía inmune al cansancio y al calor.   
    -. Y si sumáramos todos los desiertos de la tierra, - seguía diciendo - es probable que haya tantos como universos diferentes sea posible imaginar.
    Anna sospechaba que no se le ocurrirían muchos otros universos, aparte del presente, por más que lo intentase.
Algunos metros más allá de la sombra protectora del porche, unos trabajadores nativos estaban terminando de descargar los baúles y maletas del dampfwagen que habían alquilado esa mañana. Arrastraban todo con dificultad al interior de la que debía ser su vivienda durante los próximos meses.
    Le habían invitado a sentarse en una mecedora y, si miraba al sur, el sol del atardecer reverberaba creando la ilusión de una playa lejana. Pensó en lo lejos que estaba ahora del mar. Al menos del mar del que provenía, un mar del norte, en donde el tono pálido de su piel, casi lechoso, no sufría la agresión de un sol abrasador. Después de tres semanas de viaje, le parecía que estaba en otro planeta. No supo decir si se arrepentía o no de haber venido. Al menos era un cambio. Una forma de distraer la angustiosa espera.
    Poco a poco iba cayendo la tarde y las sombras se alargaban creando alfombras de oscuridad entre las dunas.  
    Un criado nubio le acercó una bandeja con un vaso de limonada. Dio un sorbo y lo depositó suavemente sobre la mesita de té. Estaba dulce. Tenía un regusto a lavanda o tal vez a hierbabuena.
    -. ¿Sabe que, a pesar de lo que últimamente afirman las revistas sensacionalistas y pseudocientíficas, no se puede viajar en el tiempo?. ¿Ha oído hablar de las paradojas sin solución que plantearía un viaje así?.  
    Se volvió a mirar con curiosidad al doctor Hans Seiler. Parecía un hombrecillo inofensivo. Las antiparras redondas y doradas enmarcaban unos inocentes ojos azules que hacían juego con su cabello rubio, casi albino, lacio y cortado a guillotina justo por encima de las cejas. Desde que había llegado a Abú Simbel le había servido de guía e instructor y no había parado de contarle anécdotas del país, sus faraones y dinastías, sus dioses arcanos, sus mujeres y su folklore, el culto a la muerte y el papel del río como elemento unificador y vía principal de tránsito entre aquellas tierras legendarias. Ahora, un centenar de kilómetros más al sur y seis horas más tarde, seguía sin dejar de hablar, como si llenar el silencio fuera importante para ahuyentar alguna clase de mal espíritu. Sin duda lo hacía con auténtico placer, pero Anna también sabía que había recibido el encargo de su suegro y que, de alguna manera, no debía olvidar que se trataba, no de un amigo, sino de un hombre a sueldo de la Fundación.
    -. En cambio, sería posible viajar a un universo semejante al nuestro sin que se produjeran contradicciones. Aunque sí que habría consecuencias, - pareció añadir para sí mismo. Luego, inclinándose hacia ella, la interrogó. -. ¿Le aburre mi verborrea?.
    -. No. Es…interesante…, - mintió. Disculpe, estoy un poco distraída. ¿Me permite una pregunta, doctor?.  Tiene un doctorado, ¿en qué?.   
    Había supuesto que lo era en medicina, pero el giro que estaba tomando la conversación la hizo sospechar que estaba equivocada.    
    -. Oh, claro, qué torpe por mi parte. En ciencias físicas por las Universidades de Heidelberg y Cambridge. - respondió con orgullo. Luego añadió cambiando de tema,  -. Freiherr Eberhardt no tardará en llegar. Y viene acompañado de ese arqueólogo, Davies, creo que se apellida. Un  joven muy capaz, se lo aseguro, a pesar de ser inglés.
    Hizo una ligera pausa para probar su propia bebida. Tenía un color oscuro que le pareció grog o ron.  Olía fuertemente a alcohol.  
    -. Llegarán a caballo desde Wadi Halfa. Pero cruzar a este lado del Nilo nunca es fácil en esta época del año. Escasean las falúas de bajo calado con capacidad para transportar la recua de caballos y mulas. -. Añadió.   
    De repente pareció incómodo. Tosió y se ajustó el corbatín de seda.
    -.Lamento mucho lo de su esposo. Yo…
    Anna se estaba acostumbrando a ser tratada como viuda sin tener la certeza de serlo. Su marido, Konrad Eberhardt, había desaparecido en extrañas circunstancias durante una expedición a Katmandú. La situación política del momento había impedido siquiera intentar un rescate y, tras algunas semanas de angustia y estéril espera, se le había declarado oficialmente como desaparecido. Konrad era hijo único y tras la perdida, Albert Eberhardt había volcado su cariño en la nuera. Más aún desde que se había enterado del reciente embarazo de ésta. Quería tenerla cerca constantemente y esa era la razón fundamental de que la hubiese reclamado y en ese momento se encontrase allí.
    El intento de empatía la incomodó y le cortó en mitad de la frase.
    -. No se preocupe. Konrad regresará. Estoy convencida.
    Pero no lo estaba. Y eso la hacía sentirse frágil.
    Seiler pareció concentrarse en las dunas más allá de la empalizada.
    Al cabo de unos minutos de embarazoso silencio, Anna retomó la conversación.
    -. Hans… ¿Es aquella la pirámide de la que me habló?.
    A un par de kilómetros hacia el sur se veía una elevación achatada, que destacaba sobre un océano de suaves colinas de arena rojiza, salpicadas al azar de raquíticos arbustos y rocas negras de aspecto volcánico.
    -. Oh, si. Un magnífico monumento. Tiene forma escalonada, como la de Saqqara. Son aparentemente idénticas, pero ésta es más reducida en tamaño. Debió permanecer durante siglos enterrada hasta que recientemente, un aventurero italiano que estaba recorriendo las estribaciones de la segunda catarata, la identificó y la dio a conocer. Su particularidad es que ésta es la más antigua de las dos.
    -. ¿Cree que contiene algún tesoro?. -. Preguntó con cierto interés.
    Seiler interpretó mal el fondo de la pregunta y se rió abiertamente.  
    -. No me cabe la menor duda. De algún tipo. Pero deje que ese misterio se lo desvelen otras personas. Ah, nuestro automóvil regresa ya a la civilización, si es que puede considerarse civilización cualquiera de los ridículos villorrios que salpican las márgenes del río.
    En efecto. El vehículo alquilado que les había servido de transporte, pintado de un llamativo color amarillo rematado con unas cenefas doradas, se alejaba por el camino dejando atrás una estela de vapor blanquecino, que rápidamente desapareció engullida por la atmósfera notablemente seca del lugar.
Una vez más se maravilló al recordar el contraste entre las orillas fértiles y verdes del Gran Nilo y la aridez extrema que a escasa distancia, a veces tan sólo a unos cientos de metros, reinaba en el interminable desierto.
    De repente sintió un leve escalofrío y se abrazó a si misma, como solía hacer de pequeña cuando se veía superada por las circunstancias. Al ver alejarse el coche sintió que su último lazo con el mundo civilizado del que provenía quedaba cortado.  
    El doctor se dio cuenta y presto le acercó una manta y se la puso por encima de los hombros.
    -. Está bajando la temperatura. Aquí las noches son muy frías. Será mejor que pasemos dentro y le ayude a deshacer el equipaje. Aún queda bastante tiempo antes de la cena.
    Como una niña, se dejó llevar de la mano al interior.  

*****

    La noche llegó y con ella un mensajero que les comunicó que Freiherr Eberhardt y su acompañante británico se retrasarían hasta la mañana siguiente. No habían podido encontrar transporte para atravesar el río y tendrían que esperar. A cambio, contaron con la presencia de un comerciante turco que estaba de paso, Ahmet Bey, refugiado de las persecuciones del Mahdí. También se sumó a ellos el encargado de las excavaciones, quien apareció a última hora cuando estaban a punto de terminar de cenar. Las perdices al horno resultaron estar cocinadas de forma exquisita, lo que facilitó una conversación intrascendente durante la sobremesa, mientras Anna disfrutaba de la luz plateada del cielo estrellado más impresionante que había podido contemplar. Tan sólo era eclipsado a veces por el humo de los cigarrillos de los caballeros, que la entretuvieron con varias anécdotas de la guerra en curso y la vida licenciosa en Alejandría.
    -. ¿No es peligroso permanecer tan cerca de la frontera con Sudán en estos momentos?. -. Preguntó ella un poco alarmada.
    -. Los enfrentamientos están por concluir. -. Informó Seiler. El general Kitchener domina la situación en el norte y el este. Los mahdistas no tardarán en abandonar las armas.
     El capataz no parecía estar de acuerdo.
    -. Hay bandas de rebeldes descontroladas por todo el país. No me extrañaría que alguna tratara de cruzar la frontera huyendo de la quema. Yo, por si acaso, nunca me separo de esto.
    Al cinturón llevaba una pistola muy curiosa. Las válvulas de cristal le daban un aspecto frágil más que amenazador.
    Lo cierto es que no existía una frontera definida entre ambos estados, ya que ambos se encontraban bajo protectorado británico, pero saber que se alojaban sobre la línea imaginaria atemorizaba un poco a la invitada.
    -. No se preocupe, fräulein Kirsch, - dijo mostrando el arma. Esto vale por muchas de las que sólo escupen plomo.
    El tratamiento, aunque halagador, la incomodó. Todavía soy una mujer casada, se recordó a si misma.  
    -. Gordon, es usted un pesimista para la política y un optimista para las armas. No tiene punto medio. -. Concluyó Seiler dando un sorbo a su enésima copa.
    -. En serio. Es lo último en Europa. Emite un haz de microondas que calientan de forma instantánea cualquier molécula de agua que atraviesen. Únicamente es capaz de anularlas la baquelita, un material nuevo de sorprendentes cualidades. Y el cargador aguanta un centenar de disparos sin agotar las baterías. Es caro y sólo tiene fiabilidad a menos de treinta metros, pero es la pistola más condenadamente eficaz que he disparado en mi vida. Desintegra un melón a veinte pasos.
    Anna estaba impresionada por el aspecto físico de Gordon. Por culpa del apellido, no había podido evitar compararle con el desaparecido militar británico y aquel le ganaba en altura, presencia y fortaleza. Lo único que no encajaba en su tipo de hombre duro era la cara redonda, lampiña, exageradamente afeitada, que lucía junto con  la escasa mata de pelo rojo rizado de su cabeza. Y tampoco su color de piel y el de los ojos, que le delataban como mestizo. Su padre pudo ser irlandés o escocés, pero la madre había sido indudablemente nativa.  
    -. Deduzco que alguien está fabricando en este momento armaduras de baquelita compulsivamente. -. Comentó alegremente el turco, quien movía un enorme bigote sin cesar, en una involuntaria parodia de una morsa o un elefante marino con acento francés.     
    -. ¿Quiere ver una demostración?.
    Antes que Anna pudiera oponerse, el otro asintió entusiasmado.
    -. ¡Si, por favor!. Me gustaría ver en acción esa maravilla.
    Gordon se encaminó entonces a la empalizada y colocó sobre uno de los postes encalados una lata de carne envasada. Luego se alejó unos pasos y se volvió teatralmente. Sacó el arma y apretó el gatillo.
    No hubo detonación alguna. Anna pensó que sonaría como una escopeta pero no fue así. Lo que ocurrió fue que en el lugar donde había estado el improvisado blanco, apareció una nube de ternera en salsa pasada por el pasapurés y al cabo de un instante la lata estaba en el suelo, deshecha en tirabuzones calientes de metal, y lo que restaba del poste se tambaleaba sobre si mismo ardiendo con pequeñas llamas amarillas. Lo que escuchó fue como el zumbido de un avispero seguido de un silbido agudo y como si alguien descorchase una botella de champagne.  
    Todos los presentes miraron con un nuevo respeto al tirador y a su asombrosa pistola.
-. Espero que el ejército inglés no tenga muchas de estas. -. Comentó con preocupación Seiler.
-. Ni hablar. Son demasiado caras para equipar a los soldados con ellas. Ellos siguen confiando en la eficacia de sus fusiles Enfield-Martíni.
Así siguieron unos minutos más. Luego, más tarde, la conversación decayó y ella se retiró a su habitación mientras los hombres apuraban los últimos cigarros.
    Habían sido muchas emociones, muchas novedades para un solo día.
    Anna soñó aquella noche con pirámides que ardían en la oscuridad, pero a la mañana siguiente no pudo recordarlo.

       *****

    Freiherr Albert Eberhardt y su acompañante ya estaban en la residencia cuando ella despertó. Desde la ventana pudo ver cómo algunos hombres atendían a los caballos, y un olor suave a café recién hecho la hizo posponer el imprescindible baño de la mañana para bajar apresuradamente al salón y reencontrarse con su suegro.
    A la luz del día la casa le pareció mucho más grande. Había contado al menos seis habitaciones arriba, pero entre las cocinas, el salón, la biblioteca y algunas dependencias más para almacenes y servicio, el edificio tenía las dimensiones de una gran mansión. Estaba fabricada en madera de teca y ladrillo rojo, al estilo de las que estaban construyendo los colonos del medio oeste americano y Australia, pero aún así debía haber costado una fortuna. Y eso sin contar con que el agua había que transportarla desde el río y que la iluminación dependía de dos molinos eléctricos de gran envergadura.
    Además, el número claramente elevado de sirvientes se le antojó un auténtico despilfarro. Por el camino al salón contó no menos de una docena, todos jóvenes y en buena forma, como pudo apreciar. Sin duda otra excentricidad de sus suegro y una demostración del poder económico de la Fundación.
    A la mesa se sentaban Seiler y los recién llegados. No había ni rastro del capataz ni del turco. Por prudencia decidió no preguntar, pero secretamente deseó que hubiesen estado allí para reconfortarla con su amable compañía.  
    El duque era un hombre alto de unos sesenta años, delgado, con ese tono de piel cobrizo que adquieren los blancos expuestos durante años al sol del desierto. Tenía la cabeza rapada por elección y adornaba su cara un mostacho poblado de canas y unas patillas largas y cuidadas hasta la mandíbula.  Un monóculo mecanizado de oro en el ojo izquierdo terminaba por darle el aspecto severo de un caballero teutón.
    La saludó con afecto, pero de aquella manera prusiana que impedía que el cariño excediese de una leve inclinación de cabeza y una sonrisa forzada. La cedió el sitio en la mesa.
    -. Íbamos a empezar sin ti, querida. Te presento a John Davies, nuestro experto en egiptología. ¿Se dice así?
    El joven se levantó como un resorte y sacudió con un fuerte apretón la mano que le ofrecía.
    -. Si, así es. Encantado de conocerla Miss Kirsch.
    Anna dudó un momento antes de responder. Normalmente usaba el apellido de soltera, como solían hacer los anglosajones, pero en presencia de su suegro prefirió darle el de su esposo.
    -. Eberhardt, si no le importa. Aunque haya accedido a tal honor por ser consorte.
    -. Por supuesto. Es un placer conocerla.
    -. John, estoy seguro de que mi querida nuera está deseando que le cuentes acerca de tus descubrimientos. Sólo las anécdotas más ligeras, claro está. No queremos cansarla con los detalles. ¿Cierto?. .  
    El arqueólogo, egiptólogo según empezaban a llamar a los especialistas en cultura antigua egipcia en círculos académicos, era realmente un hombre joven. Anna se preguntó si tendría la experiencia necesaria y si no habría sido contratado precisamente por carecer de ella, además de la imposición del gobierno británico de que fuese un inglés el que estuviese siempre al frente de cualquier excavación. No conocía en profundidad a qué tipo de actividades se dedicaba la Fundación.  A las esposas de los empleados, aunque el empleado en cuestión fuese el hijo de uno de los principales administradores, no se les daba mucha información al respecto, por más que fuera una de las pocas licenciadas en economía de toda Alemania. Pero sospechaba que la caza de tesoros antiguos formaba parte importante de la financiación y que los escrúpulos de un profesional de prestigio podrían ser una traba considerable a la hora de hacer negocios.
    -. Pues temo aburrirla con mi disertación, pero básicamente… lo que estoy haciendo…. Lo que estamos haciendo… es desenterrar un nuevo yacimiento que pensamos que se mantiene intacto desde hace milenios. Hasta el momento no se ha encontrado ninguna gran tumba intacta en Egipto. Las del Valle de los Reyes y las pirámides fueron saqueadas hace siglos. Pero el hecho de que ésta haya estado cubierta por el desierto durante tanto tiempo nos da esperanzas.
    -. Me parece bien. Para usted la fama y para la Fundación el oro. No es un mal arreglo, - comentó Anna con ironía.
    -. Sabes que reinvertimos en los intereses de Alemania, - la reprendió Eberhardt. Pero lo hizo suavemente, apenas con un susurro.
    -. Lo se. Disculpa mi comentario. Estoy muy contenta de volver a verte Alfred.
    Hans Seiler pareció salir de su somnolencia para intervenir.
    -. En este caso puede que el valor de lo que encontremos sea, ¿cómo decirlo?... de otro tipo menos remunerador.
    -. O que no encontremos nada, - cortó Freiherr Eberhardt.
    -. Bueno… ¿Qué me dice de los frescos de la galería?. Hablan por sí solos, - comentó alegremente Seiler.  
    -. Los frescos los interpretamos nosotros.  No son una garantía.
    Anna captó lo forzado de la respuesta. Se daba cuenta de que había tensión en el ambiente. Tal vez había juzgado mal a Seiler y tan solo era un bocazas al que su jefe tenía que reprender para que mantuviera la boca cerrada. Terminó de desayunar con los comentarios triviales de Davies como fondo y subió a la habitación.
    Aquella mañana los hombres salieron en dirección a la pirámide y no regresaron hasta la noche. Esto se repitió varios días. Anna, mientras, pasaba el tiempo aburrida en compañía de los sirvientes, leyendo en la biblioteca o dando cortos paseos por las inmediaciones de la casa.
    Davies les acompañó cada noche, pero no se volvió a mencionar la pirámide ni se hizo referencia a los avances en la excavación.
    El contraste entre el egiptólogo inglés y Seiler se hacía más patente con el tiempo. Aunque ambos tenían más o menos la misma edad que Anna, el británico mantenía una conducta casi infantil que la divertía, mientras el alemán se iba enclaustrando cada vez más en si mismo y había perdido la alegría del primer día.  Tampoco su suegro parecía contento y fuese lo que fuese lo que les preocupaba, no lo compartían con Davies.
    Una de aquellas tardes vio pasar tres dirigibles de combate del Imperio en dirección a Jartum. Tal vez la guerra no iba tan bien como le habían hecho creer.
    Una guerra de más de diez años que estaba sangrando África oriental y haciendo que los pueblos musulmanes tomasen conciencia de grupo frente a occidente.   
    Anna no entendía mucho de política pero leía los periódicos y había información velada que no se podía ignorar. El milagro del desarrollo industrial británico y los últimos descubrimientos científicos en el campo de la física habían alterado el equilibrio político en occidente y en ultramar, las aspiraciones territoriales imperiales estaban chocando con las de otras naciones europeas y el Foreing Office tampoco parecía tenerlas todas consigo en cuanto a evitar conflictos por causas de religión. Especialmente con ciertos países asiáticos y norteafricanos.
    De hecho, la confrontación entre ingleses y alemanes ya se estaba produciendo “sotto voce” en distintas partes del mundo. Las noticias de occidentales asesinados o desaparecidos goteaban en la prensa y las informaciones puntuales de enfrentamientos entre los servicios de espionaje de distintas facciones alertaban de un posible conflicto en ciernes a  mayor escala.    
    Se preguntaba cuanto tiempo tardaría lo que aún quedaba del Antiguo Imperio Austro Húngaro en reclamar su trozo de la tarta abiertamente y qué papel estaría representando la todopoderosa Fundación en ese nuevo posicionamiento estratégico.
    Konrad había desaparecido en las inmediaciones del Himalaya trabajando para la Fundación. ¿Qué esperaban encontrar en aquellas montañas desiertas?. La expedición había sido preparada con precisión militar y ahora que lo pensaba, la propia Fundación funcionaba con la estructura de una organización castrense. Anna se sentía perdida. La supuesta protección que se le otorgaba por su calidad de mujer, era en realidad una jaula de oro. Se la mantenía a propósito en la ignorancia. Incluso su propio marido había jugado con ella durante los pocos meses de matrimonio a ese juego recalcitrante de la gallina ciega. En su época universitaria había coqueteado con los movimientos sufragistas, pero llevaba algún tiempo al margen de tales actividades. Desde su boda. Pero el espíritu seguía latente bajo el aspecto de aristócrata ociosa y acomodada.
    Anna se encontraba al borde de agotar su paciencia cuando un suceso inesperado vino a complicar la situación.
    El vehículo de Ahmet Bey, el turco, fue encontrado ese mediodía tiroteado y vacío, abandonado en la cuneta de una carretera secundaria muy cerca de Abú Simbel. Tal vez había sido interceptado por islamistas rebeldes. Si los mahdistas habían llegado tan al norte, significaba que habían rebasado la zona de excavación y podrían estar muy cerca de allí.
    El Mahdí estaba en guerra con los ingleses pero no haría distinciones entre europeos.
    Pero Anna no era ajena a la idea de que si rondaban bandas de rebeldes también habría grupos de militares británicos.
    Freiherr Eberhardt  decidió acelerar los trabajos en la pirámide. La seguridad de  Anna quedó a cargo de los sirvientes de la casa que fueron convenientemente armados y se contrató un pequeño aerostato de pasajeros que estaría sobrevolando la excavación durante el día para alertar de la posible presencia de bandas armadas. También contrató los servicios de tres mercenarios franceses que batieron desde entonces la zona montados en una especie de monociclos motorizados que causaron asombro entre los nativos.
    Uno de los sirvientes nubios le contó a la joven que los rebeldes estaban recibiendo ayuda de algunos sectores egipcios simpatizantes del autoproclamado Mahdí.
    -. Dicen que tiene una magia poderosa. -. Comentó con un guiño. Sobrevivió a tres intentos de envenenamiento. Alá está con él.  
   
*****

    Hasta la cena de la cuarta noche no se volvió a mencionar la excavación. En esta ocasión sólo se sentaban a la mesa junto a Anna su suegro y Hans Seiler, por lo que no parecía necesario mantener la prudencia.
Alfred estaba claramente preocupado pero razonablemente esperanzado.
    -. Con un poco de suerte, mañana entraremos en la cámara real de la tumba.
    -. ¿Por qué tanta prisa?. -. Quiso saber Anna. ¿No sería mejor volver a cubrir la entrada y esperar a que pase la tormenta?. Si no entendí mal, sólo es cuestión de tiempo que los rebeldes sean definitivamente derrotados.
    -. Cuestión de economía… -. Empezó a decir Seiler. Pero Eberhardt le cortó.
    -. Creo que ya va siendo hora de que pongamos al día a Anna, Hans. Estamos en un momento muy delicado y merece saber la verdad. Aprovechemos que no está presente Davies y hablemos.
    Anna se dió cuenta de que al único que se deseaba excluir de la conversación era al arqueólogo inglés. Eso significaba que el resto, incluido Gordon, debían estar al tanto de lo que fuera que estaba ocurriendo y se mantenían en el secreto.
    Seiler esbozó un gesto de resignación y se levantó para servirse una copa. Alfred no bebía alcohol, así que no se molestó en ofrecerle otra.
    Tuvo que ordenar sus ideas antes de comenzar un discurso que a Anna le pareció a ratos delirante.
    -. Recordará, mi querida fräulein, que le estuve comentando ciertos aspectos de lo que se ha dado en llamar “los viajes en el tiempo”.
    Anna había olvidado casi todo lo que el doctor le había estado contando en las primeras horas de su estancia en Egipto. Ahora rebuscó frenéticamente en su memoria al tiempo que asentía insegura, animándole a proseguir.
     -. Recordará sin duda que le comenté que tal viaje es imposible.
    La frase la pronunció con un cierto énfasis y esperó unos segundos para asegurarse de que le había comprendido.
    Anna había leído muchas cosas al respecto en la facultad. Se especulaba con la posibilidad de que la existencia de tal tecnología cambiaría el panorama económico mundial. Cualquiera que tuviera a su alcance una máquina capaz de viajar al pasado podría anticiparse a sucesos conocidos y aprovecharse de ellos. El ejemplo clásico que le vino a la memoria en ese momento fue aquel en el que alguien apostaba en una carrera a un caballo que sabría que ganaría con seguridad, porque literalmente “ya habría ganado”.
    Tal máquina habría sido construida y probada por los ingleses unos años atrás pero, al parecer, se habría desechado su uso, para alivio de todos los demás gobiernos occidentales, por “ciertos problemas técnicos de imposible resolución”.
    -. ¿Tiene algo que ver con las paradojas que me comentó?.   
    Hans le sonrió como si ella fuera su alumna más aplicada.
    -. En efecto. El caso es que cualquier cambio que se produzca en el pasado tiene consecuencias inmediatas en el futuro. Si pensamos en el nuevo millonario del ejemplo anterior, nunca hubiera tenido la necesidad de viajar al pasado para hacerse con su dinero “porque ya lo tendría” y así entraríamos en un bucle en el que alternativamente el viajero viaja o no viaja según sea pobre o rico, y una cosa es consecuencia de la otra. ¿Entiende?. De hecho, tenemos la certeza de que los viajes en el tiempo no son posibles porque si lo fuesen, en este momento, todos seríamos ingleses, probablemente desde la prehistoria.
    -. Pero los británicos probaron la máquina. ¿No?. ¿No funcionó?.  
    Eberhardt y Seiler se miraron con una cierta complicidad.
    -. Verá, los británicos pensaron que “tenían que intentarlo”. A fin de cuentas todo era teoría. Se necesitaba una prueba. Tenían que comprobar que no funcionaría antes de que otros se adelantaran. Cualquier especie humana tiene la obligación de intentar imponerse al resto y dominar en vez de ser dominada.
    A Anna le pareció curiosa esa frase. “Cualquier especie humana”. En vez de cualquier nación.  
    -. Así que enviaron una máquina al pasado. En realidad enviaron tres, que nunca llegaron a recuperar, - subrayó Eberhardt. Si lo vemos desde ese punto de vista, fracasaron. Pero en realidad el experimento fue un éxito, a su manera. Las máquinas hicieron el viaje, aunque no regresaran.  
    Anna sintió que la cabeza le daba vueltas. ¿Qué buscaba la Fundación en Egipto?. ¿Qué buscaba en el Tibet?. ¿Qué tesoros…?...
-. ¿Qué aparece en los frescos de la galería?, - preguntó excitada.
Alfred la tomó de la mano y la miró fijamente.
-. Las pinturas representan una máquina del tiempo. De una manera muy parecida a como está dibujada en los bocetos que nuestros agentes consiguieron fotografiar en Londres hace apenas unos meses.
Dejó que la joven se tomase su tiempo para asimilar la información.
-. Y nuestro gobierno quiere hacerse con ella, - concluyó Anna con un suspiro.
-. Y el británico también, claro está. Y el Mahdí. Pero ellos piensan que se encuentra en Sudán. Por esa razón están empeñados en mantener dentro del Imperio esta zona desértica y estéril del planeta. Desean recuperarla a toda costa.
-. Suponemos que estará muy deteriorada. -. Añadió Seiler. No en vano han pasado más de treinta siglos. Pero esperamos  encontrar suficientes piezas como para que nos ayude a desarrollar una réplica propia.
-. Pero, ¿de qué servirá?. Usted mismo confiesa que no funciona. Que no es posible cambiar el pasado.
-. No. El pasado no. Pero creemos que con unas pequeñas modificaciones si que podríamos entrar en una realidad alternativa.
Por la cara que puso, al doctor le quedó claro que Anna no había comprendido esta última afirmación.
-. Mi querida fräulein, sólo hay una cosa en la que los físicos alemanes estamos por delante de los investigadores británicos. El descubrimiento asombroso de que existen una infinidad de universos y que en muchos de ellos hay mundos que se parecerían al nuestro.
Alfred Eberhardt tosió para interrumpir. Se le veía impaciente por explicar.
-. Imagina, querida Anna, que enviamos una máquina modificada a uno de esos universos. No a su pasado, sino a su presente. A uno de esos mundos parecidos al nuestro, pero en el que, por ejemplo, nunca se haya inventado la rueda. Imagina cómo podríamos modelarlo, conquistarlo, incorporarlo a la auténtica civilización. Con nuestra tecnología superior todo sería posible. Sería como volver a conquistar una América poblada de trogloditas.
-. Y de ese universo sí que podríamos volver. Podríamos extraer sus recursos, explotar sus tierras, enviar y establecer colonos y factorías. No habría paradojas porque sería “desde ese momento” y no desde “antes de ese momento” cuando tomaríamos posesión de él. Tendríamos tanto poder que ni siquiera el Imperio nos podría hacer sombra.
Seiler había terminado su discurso con un tono triunfal. A Anna le asustó un poco la mirada fanática que vio brillar por un instante en sus ojos. Pero para sus adentros reconocía que, si era verdad lo que le estaban contando, el futuro de Alemania sería como un amanecer para el mundo.
La conversación de aquella noche siguió versando sobre las implicaciones del descubrimiento hasta que Anna se rindió al agotamiento y se retiró a su aposento completamente agotada.
Aquella noche también soñó con pirámides ardiendo y como en la ocasión anterior, tampoco lo recordó.

                *****
   
    Se despertó bruscamente cuando los brazos morenos de la cocinera la zarandearon  y la apremiaron a levantarse.
    -. ¡Rápido, rápido…!. Hombres armados. Muchos. Vienen hacia aquí.
    Anna saltó de la cama y se puso ropa cómoda y unas botas de campo antes de bajar.  Parapetados tras las ventanas y la empalizada se encontraban varios de los sirvientes armados con pistolas y escopetas. Dos de los franceses estaban entre los presentes. Supuso que alguno de ellos habría sido el que diera la voz de alarma. Gordon, vestido a medias con un pantalón y unos tirantes, gritaba órdenes y, al parecer, todos le obedecían con una eficiencia admirable. Sólo entonces Anna cayó en la cuenta de que la mayoría de los hombres tenían alrededor de veinte años y que llevaban el pelo corto por encima de las orejas. Hasta el momento había pensado que se trataba de un capricho de su suegro, parte de la uniformidad del servicio, pero la actitud general era la de un pelotón de soldados bien entrenados preparándose para repeler un ataque.
    A Freiherr Eberhardt no se le veía por ninguna parte y Seiler bajaba en ese momento corriendo desde su habitación ajustándose un revolver al cinturón.
    -. ¿Qué está pasando?. -. Preguntó asustada.
    -. Lo que nos temíamos. Un destacamento de fusileros bengalíes se acerca desde el este. Ahmet debe haber hablado. ¿Recuerda que encontramos su dampfwagen abandonado?. Tal vez no le secuestraron los mahdistas.
    Así que el turco también trabajaba para su suegro.
    -. ¿Entonces los ingleses?...
    No hizo falta respuesta.    
    Un zumbido sonó en el aire y un segundo después se levantó una columna de arena en medio de una fuerte detonación.
    -. ¡Granadas!. -. Gritó alguien. ¡Están usando morteros!.
    Seiler la empujó hacia las caballerizas.
    -. Tenemos que salir de aquí. Hay que correr hacia la excavación.
    Salieron de la mansión por una puerta lateral que daba a las caballerizas.
    -. ¿Sabe montar en bicicleta?. ¿Si?. Esto se conduce igual, solo que no hay que dar pedales.
    Un hombre de color les esperaba con los extraños aparatos de los mercenarios franceses. Básicamente estaban formados por una rueda enorme y una silla en su centro de gravedad que se asentaba sobre un motor, al parecer eléctrico.
    Seiler la ayudó a montar y le dio unas instrucciones rápidas mientras los sonidos de disparos arreciaban a sus espaldas.  
    Dio gracias mentalmente a los años pasados en Leizpig, en el colegio para señoritas, donde le enseñaron a manejar velocípedos.
    Al cabo de unos segundos los monociclos enfilaron la empalizada en dirección sur dejando atrás la casa, mientras ganaban velocidad.   
    Pasaron a través del portón de entrada. Gordon estaba de pié allí disparando su extraña pistola. Les saludó con una sonrisa forzada y les hizo gestos para que se apresuraran.
Se preguntó si Gordon era fiel a Alemania o tan sólo otro mercenario.
    Nunca lo sabría.
Lo último que vio, entre las nubes de pólvora y arena que levantaban los impactos de las granadas, fue a  un soldado con uniforme inglés que bajaba por la duna convertirse en salsa boloñesa, mientras las balas silbaban a su alrededor.   
    Tardaron unos minutos que le parecieron eternos en llegar a la excavación. Freiherr Eberhardt salió a su encuentro.
    Seiler le interrogó con la mirada y Alfred asintió. Pero no era momento para celebraciones.
    -. La encontramos. Está allí. Desmontada. Hemos sacado fotos, pero es demasiado tarde. Los hombres están minando la pirámide por si acaso. Media tonelada de dinamita debería bastar.
    -. ¿La vais a destruir?.
    -. Si es necesario. Si.
    -. Me gustaría verla. -. Dijo Anna.
    Alfred asintió.
    -. No tenemos mucho tiempo pero te la enseñaré.
    Bajaron por unas escaleras pronunciadas bajo lo que, más que una pirámide, parecía una mastaba sin rematar. Recorrieron deprisa un pasadizo estrecho lleno de imágenes que no pudo distinguir con claridad. Debía ser el que llamaban “la galería”. Por todas partes se veían cajas de munición y explosivos conectados a mechas. La iluminación era muy deficiente y el bajo techo la impedía caminar erguida. Lo que guardara aquella construcción había sido encerrado para que no volviera a salir.
    De repente desembocaron en una sala mucho mayor. Allí, dependiendo de un pequeño generador, algunas bombillas iluminaban la estancia. Anna había visto en grabados y fotos reproducciones de otras tumbas con anterioridad y aquella era sobria en comparación. El cielo estrellado dominaba la escena y se extendía de pared a pared ocupando todo el techo. Una Isis alada parecía abrazar la cúpula celeste y a ambos lados, escenas de hombres y mujeres en actitud de sumisión convergían en el objeto que ocupaba la parte central.
    Anna pudo distinguir lo que podría haber sido la cabina de mando de un pequeño submarino en el centro. A su alrededor se amontonaban cientos de piezas con aspecto de ruedas dentadas, cojinetes, antenas y relés. Parte del metal se había vuelto verde y quebradizo. Otros objetos presentaban una ligera capa de óxido a pesar de la falta de humedad. El tiempo había hecho bien su trabajo y la máquina era una ruina en realidad.
    Imaginó a los ocupantes de aquella nave tratando de convencer a los primitivos habitantes de aquel lugar de que eran dioses, de que debían obedecerles y seguirles ciegamente. Los imaginó fracasar y guardar para el futuro las pruebas de su aventura. Tal vez la cabina les había servido como osario y sus cuerpos embalsamados aún se conservaban en el interior.
    De repente se dio cuenta de que Davies yacía en un rincón tirado en el suelo.
    -. ¿Está?...
    -. No. Sólo está inconsciente. Se puso histérico cuando se dio cuenta de lo que pretendíamos en realidad y a uno de los nuestros se le fue la mano. Debemos darle el status de prisionero de guerra.
    -. ¡Pero eso es una atrocidad!. Davies no es un soldado.
    -. Es Inglés y eso basta.
    Ebernardt apretó la mandíbula y levantó ligeramente la barbilla, como invitándola a desafiarle. Anna le consideraba un buen hombre en general, de ideas rígidas y un poco anticuadas, pero ecuánime y liberal. Pero ahora le redescubría como a un fanático.
    -. Debemos irnos. -. Apremió Seiler.
    Salieron a un sol que se le antojó cegador y pudo ver que el pequeño dirigible de pasajeros estaba estacionado a poca distancia, listo para zarpar en cualquier momento. El piloto les hacía señas para que embarcaran.
    Eberhardt la abrazó y le dio una cartera.
    -. Lleva esto a nuestra sede en Berlín. Ellos sabrán qué hacer. Seiler. Usted la acompañará.
    -. Pero… ¿no estarás pensando en quedarte aquí?.
    -. Estos hombres van a pelear por Alemania. No les abandonaré a su destino.
    Anna comprendió que podría hacer que cambiara de opinión. Freiherr Eberhardt era un prototipo de hombre. Tal vez el prototipo de hombre que necesitaba un mundo inmerso en profundos cambios, pero precisamente la clase de hombre que se extinguiría a consecuencia de los mismos. La besó en la mejilla y le dijo adiós.
    El acarició por última vez su vientre por encima del corsé. Aún no se notaba demasiado el embarazo.
    -. Cuida de mi nieto. No debe olvidar.
    Anna asintió. Por Konrad.  
    Entre los dos hombres la izaron a la barquilla. Luego, Alfred le tendió la mano a Seiler.
    -. Preferiría quedarme…
    -. No. Cuide de los dos; - y después añadió en voz baja: -. Le estoy salvando la vida. No les falle.
    El doctor saludó militarmente y se volvió sin decir ni una palabra más. Luego el dirigible se elevó despacio hasta que la figura de Freiherr Eberhardt fue indistinguible de las del resto de sus hombres.  
    Pocos minutos después volaban en dirección a Libia.

*****

    Seiler, antaño tan hablador, se había derrumbado. Estaba sentado en un rincón de la barquilla con las manos tapando su cara y la cabeza gacha. Le dejó en paz.
    Supuso que tendría que aprender a convivir con el sentimiento de frustración por el fracaso de la aventura y con el remordimiento por ser el único en abandonar la lucha, aunque fuera a consecuencia de una orden. No le culpó por querer cerrar los ojos.  
    Ella, en cambio, quiso contemplar el final.
    Pudo ver cómo saltaba por los aires la excavación y con ella la esperanza de Alemania de hacerse con la máquina del tiempo. O tal vez no. Tal vez las fotos fueran suficientemente útiles. Además, Alfred le había hablado de tres máquinas. Una en Egipto. ¿Otra en el Tibet?. ¿Y la tercera?. ¿Tal vez en Europa, o en centroamérica?.  
    Se preguntó cuantas expediciones las estaban buscando en ese momento. Cuantas fracasarían o si alguna tendría éxito.  
Una columna de humo gris se elevó rápidamente y estuvo a punto de alcanzarles a pesar de la altura.
    Poco a poco fueron dejando atrás los restos de la pirámide. Qué distinto de su llegada unos días atrás. A lo lejos, la mansión ardía también y estaba siendo reducida a cenizas. Aún se escuchaban detonaciones de vez en cuando, pero cada vez eran más escasas y espaciadas. Como el maíz importado de Norteamérica que le hacía a la sartén su madre cuando era pequeña.
Todo lo veía borroso.
    No se había dado cuenta, pero estaba llorando.
    De repente el recuerdo de la pérdida de Konrad había desbordado sus defensas.
    Tal vez había ocurrido lo mismo en el Tibet. Tal vez no.
    El hilo de la esperanza se iba haciendo más delgado.
    Pero Alfred había omitido contarle un detalle. Un minúsculo detalle que ella había tenido que deducir y que ahora la estaba obsesionando.
¿Y si al saltar a un nuevo universo no encontraban una civilización más atrasada?. ¿Y si?....
    ¿Y si se topaban con una más avanzada?. Mucho más avanzada. ¿Quién conquistaría entonces a quién?.
    La duda le hacía dar vueltas la cabeza.
    Una enorme congoja estaba aprisionando su pecho y la duda se estaba convirtiendo en certeza.
Tal vez los ingleses no habían inventado la máquina del tiempo. ¡Qué distinto hubiera sido el mundo si los británicos no tuvieran su asombrosa tecnología!. Una tecnología que estaba cambiando irremediablemente el mundo.
    El desierto de dunas se extendía inmenso bajo la aeronave.
    Anna se preguntó en cuantos universos estaría ocurriendo lo mismo en ese mismo instante, en cuantos habría ocurrido ya…
Tantos como granos de arena… como granos de arena….


Escrito por Janacek Jadehierro